Clarisa
Era temprano y salí por última vez de la casa. Con cuidado y en silencio, como todos estos años. En silencio, para no molestar a nadie. Para no despertar a nadie. Aunque ya hacía mucho tiempo que la casa estaba vacía. Son de esas manías de viejo que ya nunca se olvidan. Manías que aunque se intente siempre siguen ahí. Nunca se quitan.
Camino al cementerio pensé en Clarisa. Siempre había estado a mi lado. Siempre. Sesenta años después de nuestro primer encuentro, ahora, camino al cementerio, sentía los mismos nervios. No había vuelto a verla desde que caí enfermo.
Recordé nuestros juegos de pequeños. Aquel balancín que chirriaba al son de nuestras risas. Allí comenzó el romance de dos adolescentes apasionados. Después vendría la boda de dos seres que se amaban. Unos hijos sanos. Unos nietos fuertes. Una felicidad infinita. Una vida. Nuestra vida.
Hacía tiempo que Clarisa se había marchado. En un hueco de la memoria oía aún su risa. Veía sus ojos verdes vivarachos. Y su pelo al viento, con los rizos alborotados. Los hijos y los nietos ya estaban lejos con su vida. Éramos sólo ella y yo. Y ahora, por fin, el reencuentro. La fiebre, las lágrimas, el dolor. No sé si era enfermedad o sufrimiento por la necesidad de volver a estar con ella, por verla.
Escondido en el camposanto, entre flores y llantos, vi como la tierra se apuraba a cubrir mi ataúd. Recordé entonces el día, cuando aún era niño, esperando en el parque a Clarisa, su hermano entre lágrimas me decía: No la esperes. Ya nunca volverá. Él se fue y entonces llegó ella. No entendí lo que él me decía. Allí estaba dispuesta a jugar conmigo en el balancín. Desde entonces jamás volvimos a separarnos. Hasta mi enfermedad.
Ayer todo había acabado. Hoy, pocas lágrimas y algún: Pobre hombre. Siempre estuvo soñando. Siempre loco. Murmullos que acompañaban a la tierra húmeda en su curso. Cuando el enterrador había acabado, unas pocas flores quedaron. La gente se había ido. Sentí una tristeza. Y de repente, oí su risa. Más sonora que nunca. Levanté la vista y allí estaba Clarisa. Una vez más a mi lado, igual que cuando era niña. Me dio su mano y volvimos felices al parque. Ahora sí, de una vez y para siempre, en el viejo balancín, gritaba yo de un lado, y en el otro reía Clarisa.
Camino al cementerio pensé en Clarisa. Siempre había estado a mi lado. Siempre. Sesenta años después de nuestro primer encuentro, ahora, camino al cementerio, sentía los mismos nervios. No había vuelto a verla desde que caí enfermo.
Recordé nuestros juegos de pequeños. Aquel balancín que chirriaba al son de nuestras risas. Allí comenzó el romance de dos adolescentes apasionados. Después vendría la boda de dos seres que se amaban. Unos hijos sanos. Unos nietos fuertes. Una felicidad infinita. Una vida. Nuestra vida.
Hacía tiempo que Clarisa se había marchado. En un hueco de la memoria oía aún su risa. Veía sus ojos verdes vivarachos. Y su pelo al viento, con los rizos alborotados. Los hijos y los nietos ya estaban lejos con su vida. Éramos sólo ella y yo. Y ahora, por fin, el reencuentro. La fiebre, las lágrimas, el dolor. No sé si era enfermedad o sufrimiento por la necesidad de volver a estar con ella, por verla.
Escondido en el camposanto, entre flores y llantos, vi como la tierra se apuraba a cubrir mi ataúd. Recordé entonces el día, cuando aún era niño, esperando en el parque a Clarisa, su hermano entre lágrimas me decía: No la esperes. Ya nunca volverá. Él se fue y entonces llegó ella. No entendí lo que él me decía. Allí estaba dispuesta a jugar conmigo en el balancín. Desde entonces jamás volvimos a separarnos. Hasta mi enfermedad.
Ayer todo había acabado. Hoy, pocas lágrimas y algún: Pobre hombre. Siempre estuvo soñando. Siempre loco. Murmullos que acompañaban a la tierra húmeda en su curso. Cuando el enterrador había acabado, unas pocas flores quedaron. La gente se había ido. Sentí una tristeza. Y de repente, oí su risa. Más sonora que nunca. Levanté la vista y allí estaba Clarisa. Una vez más a mi lado, igual que cuando era niña. Me dio su mano y volvimos felices al parque. Ahora sí, de una vez y para siempre, en el viejo balancín, gritaba yo de un lado, y en el otro reía Clarisa.